El abandono estatal y la falta de políticas rurales sostenibles ponen en riesgo la seguridad alimentaria del altiplano
En pleno siglo XXI, la agricultura familiar en el Perú sigue siendo una lucha por la supervivencia. En regiones como Puno, donde el 81 % de las unidades agropecuarias son de subsistencia crítica, los campesinos continúan dependiendo del cielo. Las lluvias, cada vez más impredecibles, son su única esperanza. Sin sistemas de riego ni acceso a financiamiento, la producción es incierta y las pérdidas, constantes. La tierra da lo que puede, y los agricultores, acostumbrados a resistir, siembran más con fe que con recursos.
Según el estudio “Agricultura familiar en Perú: caracterización, problemática y oportunidades”, elaborado por Videnza, ocho de cada diez trabajadores agrícolas pertenecen al sector familiar y generan más de la mitad de los alimentos que llegan a las mesas peruanas. Pero detrás de esas cifras hay una realidad desigual: mientras en Cusco o Áncash más del 70 % de las parcelas cuentan con riego, en Puno apenas el 14.9 % tiene acceso al agua necesaria para garantizar sus cosechas. El resto depende de manantiales y pozos rudimentarios, una condición que mantiene a miles de familias atrapadas en el círculo de la pobreza rural.
La situación se agrava con la falta de apoyo financiero. Solo ocho de cada cien agricultores se atreven a solicitar un crédito formal, y la mayoría desconoce cómo hacerlo. Aunque Agrobanco y las cajas municipales ofrecen opciones, los pequeños productores prefieren endeudarse en el mercado informal, donde los intereses son abusivos. En muchos casos, los campesinos consideran innecesario pedir préstamos porque no ven el crédito como una herramienta para mejorar su productividad, sino como un riesgo imposible de pagar.
Las consecuencias son graves: sin riego ni financiamiento, el valor bruto de producción por hectárea en Puno apenas alcanza los 2,222 soles, muy por debajo de regiones como Áncash, donde supera los 7,000. A esto se suman las pérdidas por plagas, heladas y sequías, que cada año destruyen parcelas enteras de papa y quinua. Según el INEI, en promedio se pierden hasta tres parcelas por unidad debido a las enfermedades agrícolas. El cambio climático ha convertido la agricultura puneña en una actividad de alto riesgo, donde las cosechas se miden más por suerte que por técnica.
Especialistas advierten que, mientras el Estado no impulse políticas sostenibles de riego y crédito rural, el agro altiplánico seguirá condenado a la precariedad. Los campesinos, herederos de una tradición milenaria, continúan trabajando la tierra como sus antepasados, pero con menos agua, menos apoyo y más deudas. En el altiplano, sembrar sigue siendo un acto de esperanza y resistencia.