Cuando Vladimir Putin fue nombrado primer ministro, muchos pensaban que el desconocido jefe del ex-KGB continuaría las reformas democráticas tras la caída de la Unión Soviética. Pero desde entonces impuso su poder unipersonal y veinte años más tarde parece decidido a conservarlo.
Estas últimas semanas, la negativa de las autoridades a dejar que la oposición se presente en las municipales de varias grandes ciudades rusas, entre ellas Moscú, así como la dura represión policial y judicial del movimiento de protesta que siguió dejan pocas dudas.
Tras haber marginado a todas las voces críticas, el exagente de los servicios de inteligencia de 66 años, popular por devolver a Rusia a un lugar preponderante en el escenario internacional y logrado cierta de estabilidad, no piensa dejar que la oposición asome la cabeza.
Y eso a pesar de que la Constitución no le permite presentarse a un nuevo mandato en 2024.
La historia comenzó el 9 de agosto de 1999 cuando Borís Yeltsin anunció que nombraba al director del FSB, heredero de la KGB soviética, al frente del gobierno.
Los analistas veían en él a un representante de los servicios de inteligencia capaz de poner fin a la inestabilidad política y a la revuelta en el Cáucaso.
También a un hombre de Estado eficaz que inició su carrera junto al liberal alcalde de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, y fue elegido por el clan Yeltsin para mantener a Rusia en la senda de la economía de mercado.
Debilitado, el por entonces presidente, que renunciaría el 31 de diciembre en favor de su delfín, explicó a la televisión que Putin se encargaría de «consolidar la sociedad» y «garantizar la continuación de las reformas».
Poder «sin límite» –
«Al principio de su reinado, Rusia, aún pobre y criminalizada, continuaba siendo sin embargo un país libre y democrático», dice a la AFP el periodista de la televisión pública Nikolai Svanidzé, que recuerda a un Putin «agradable conversador», «natural» y «dotado de sentido del humor» en sus primeros años en el Kremlin.
«Tras 20 años de poder sin límite, rodeado de aduladores, lo que es inevitable en nuestro régimen relativamente autoritario, ciertamente ha cambiado, y no en el buen sentido», agrega.
En sus inicios, el primer ministro Putin se mostraba relativamente tolerante y dispuesto a buenas relaciones con los occidentales.
Aún así ya cultivaba la imagen de duro y lanzó la segunda guerra de Chechenia, la base de su popularidad, que le permitió ser reelegido presidente en el años 2000 con 53% de los votos.
Gracias a la abundancia petrolera, su primera década en el poder estuvo marcada por la recuperación del nivel de vida de los rusos y un regreso del Estado debilitado tras la caída de la URSS, incluyendo a los medios controlados por ambiciosos oligarcas.
«El Putin de hoy en día no es el de 1999-2000: de liberal pasó a ser conservador», estima el politólogo Konstantin Kalachev. Según este experto, «esta evolución se desencadeno por su decepción con los occidentales».
La era post-Putin –
En 2004 se produjo un punto de inflexión con la «Revolución Naranja» que llevó a la presidencia de Ucrania a un presidente pro-occidental y que el Kremlin consideró una injerencia occidental en su territorio.
En 2007, Putin pronunció en Múnich una dura y muy recordada crítica contra Estados Unidos.
Luego, se multiplicaron la crisis: guerra en Georgia en 2008; intervención occidental en Libia en 2011 vivida como una traición por Moscú que apoya ahora a Bashar Al Asad en Siria; crisis ucraniana en 2014 con la anexión de Crimea y luego el lanzamiento de un conflicto en el este del país entre las fuerzas de Kiev y separatistas prorrusos.
«El conflicto con Occidente transformó a Putin en reaccionario», confía el editorialista político de la radio Business FM, Georgui Bovt.
En el plano interno, esto se tradujo en la defensa de valores conservadores preconizados por la Iglesia Ortodoxa, en oposición a una forma de «decadencia occidental», y en un retroceso permanente de las libertades públicas en nombre del orden y la estabilidad.
El supuesto fin de su mandato deja a la clase política rusa en el limbo sobre sus intenciones.
¿Volver a ser primer ministro como en 2008-2012? ¿Designar a un sucesor como Boris Yeltsin en 1999? ¿Atribuirse una función honoraria que le permitiría mover los hilos como acaba de hacerlo el hombre fuerte del vecino Kazajistán?
La cuestión se plantea aún más porque la popularidad de Putin, estratosférica tras la anexión de Crimea, ha caído desde el anuncio hace un año de una impopular reforma de las jubilaciones, difícil de aceptar para una población con escasos ingresos y cuyo número baja desde hace cinco años.
«Actualmente, Putin y su entorno buscan todos los medios para no irse», afirma Bovt, para quien el presidente ruso considera que debe «cumplir una misión histórica».
Fuente: Andina